CDMX, - El 5 de mayo de 1989, habitantes de la céntrica colonia Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, fueron testigos de una de la historias más recordadas y que ha trascendido de generación en generación.

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Policías fueron recibidos con una lluvia de dólares y tiros de AK 47 por parte de una banda de jóvenes que se escondía en un apartamento. Después de aproximadamente 45 minutos, ante su incapacidad para vencer a las fuerzas de seguridad, que los superaban en número, el líder de los perseguidos Adolfo de Jesús Constanzo pidió a uno de sus seguidores que le disparara. Una vez que lo mató se suicido.

Otros, creyendo que eran invisibles, salieron del apartamento para huir, pero fueron abatidos por las balas.

Se trataba de la banda de los narcosatánicos, que marcó un antes y un después en los estudios sobre el crimen organizado en México, que hasta entonces no tomaban muy en cuenta las creencias religiosas dentro de los distintos grupos de traficantes de drogas.

“Sin duda alguna yo podría mencionar que sí fueron unos hechos que marcaron o trajeron a la luz una nueva variable o un nuevo paradigma en el estudio del narcotráfico que se había estudiado muy desde el ámbito de la economía, de los social, pero no se había analizado que tenía un componente espiritual y religioso que también impactaba”, dijo a Infobae Andrés Sumano, investigador del Colegio de la Frontera Norte en Tamaulipas, estado donde empezó la historia.

El caso salió a la luz en abril de 1989 luego de que David Serna, uno de los integrantes de la banda, fuera detenido en un operativo de rutina de la Policía Federal, quienes encontraron en su vehículo droga y un extraño caldero (una olla grande) con restos de sangre, corazones, partes de columnas vertebrales, que eran partes del cuerpo del estudiante norteamericano Mark Kilroy, reportado como desaparecido mientras realizaba un viaje a México.

Kilroy había sido secuestrado en Matamoros, Tamaulipas, y su desaparición desató una intensa búsqueda en México y Estados Unidos al tener lazos familiares con funcionarios del gobierno norteamericano.

El joven había sido asesinado por una banda dedicada al narcotráfico y la santería, liderada por el cubano estadounidense Adolfo de Jesús Constanzo, practicante de una religión llamada palo mayombe. Todos sus integrantes eran menores de 30 años y, al menos los que vivían en Matamoros, pertenecían a una clase social media alta, lo que hizo el caso más mediático.

“El Duby de León y Sara Aldrete (integrantes de la banda) eran de familias muy reconocidas de gente de dinero, parientes de artistas. Es un episodio muy feo en la ciudad de Matamoros”
, narró a Infobae Arturo Zárate, habitante de esta capital, quien en 1989 vivió todo el furor de los narcosatánicos.

Constanzo nació en Miami. Su madre era sacerdotisa de palo mayombe. El joven llegó a la Ciudad de México en 1983 para trabajar como modelo, pero empezó a ganar fama como santero, curandero y médium, lo que le ayudo a establecer relaciones con personas importantes, entre ellas jefes policíacos y narcotraficantes.

Gracias a esa fama empezó a reclutar los primeros discípulos de su banda.

No era extraño que Constanzo, como extranjero, se moviera en Matamoros, uno de los puntos fronterizos más importantes de país visitado por gente de distintas nacionalidades. Ahí conoció a Sara, estudiante de Antropología de la Universidad de Texas, quien la presentó con jóvenes de su círculo social y estudiantil.

Ahí conoció también a Elio y Serafín Hernández, dos traficantes, que al ser interrogados mencionaron la existencia de un “Padrino” que los protegía gracias a su religión.

La historia empezó a salir a la luz cuando David Serna dio pistas sobre la ubicación de la banda que operaba en el rancho Santa Elena, a unos kilómetros de la frontera con Estados Unidos donde la policía encontró enterrados los cuerpos mutilados de 13 víctimas, entre ellas Kilroy, a las que les habían sacado el corazón, el cerebro y partes de la columna vertebral que utilizaban para preparar un brebaje que usaban durante sus ceremonias de santería, al que también añadían sangre, ajos y tortugas asadas, según los informes policíacos.

Constanzo hacia creer a sus seguidores que con el consumo de este brebaje podrían adquirir poderes extraordinarios, como el ser invisibles.

“Hemos tenido casos que se pudiera decir presentan grados de crueldad mayor con mayor número de víctimas y aunque algunos sí están rodeados de un tema religioso, ninguno como los narcosatánicos”, afirmó el investigador del Colef.

Antes de que la policía llegará al rancho, Constanzo, Adolfo, Sara (que siempre sostuvo que estaba secuestrada), Álvaro Valdez (El Duby) y Martín Quintana lograron huir hacia la Ciudad de México donde se encontraban otros “discípulos”.

Después de tres semanas prófugos, las autoridades lograron interceptarlos gracias a una carta enviada por Sara en la que afirmaba que era rehén y que temía por su vida.

Cuando la policía llegó al departamento de la calle Río Sena, fue recibida por una lluvia de tiros. El líder de la banda había hecho con Martín un pacto suicida por lo que durante el tiroteo lo mató y luego se suicido, otros más creyendo en los poderes que presuntamente les había otorgado Constanzo se atrevieron a salir del edificio creyendo que eran invisibles, pero en lugar de pasar desapercibidos se encontraron con las balas de los policías.

Los que quedaron vivos fueron arrestados, algunos, como El Duby, murieron en prisión y otros, como Sara, aún purgan su condena.

A 29 años de distancia, la historia de los narcosatánicos no se olvida. La película Perdita Durango, del director español Alex de la Iglesia es una adaptación de los hechos.

En su momento revolucionó al país. En Matamoros, recordó Zárate, cuando se descubrió lo que pasaba en el rancho Santa Elena, los templos católicos estaban a toda su capacidad, “toda la gente se quería confesar porque nunca había pasado una cosa así”.

Pero, también afirmó es un episodio que marcó la pauta en la relación de la sociedad con los cárteles del narcotráfico, pues justo en ese tiempo, integrantes del Cártel del Golfohabían empezado a ser aceptados en algunos círculos sociales y empezaban a integrarse a la vida de la metrópoli.

Pero después del caso de los narcosatánicos “se les empezaron a cerrar las puertas de clubes y otros lugares y eso de alguna forma ha ayudó a que cuando llegaran Los Zetas (uno de los cárteles más sanguinarios de México) tampoco la ciudad se prestara para que hicieran vida social”, finalizó.

Con información de EFE y AP



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