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Al contrario, lo suficiente para un “flequito” sin llegar a “tupé”. Luego, dejarle todo largo atrás, pero rizarlo. Ordenó teñir todo de rubio. Hasta las cejas y el bigote. Nada de “rayitos”. Me imagino un trabajo laborioso. Por eso, cuando la estilista dio el fin, debió recibir una propina superior al costo del servicio.
Transformado el hombre, abandonó el sillón y con toda seguridad se acercó al espejo aproximando un poco la cara hacia adelante. Como todos después de un corte de pelo, pasó las palmas de las manos sobre los lados de la cabeza. Tocó un poco el “copetito”, mientras la estilista le acomodó los rizos. Sus pistoleros-escoltas vieron asombrados la transformación. Y solamente por eso la creyeron.
Debió salir rápidamente del salón. Ya estaría a orilla de banqueta esperándolo el BMW negro con el chofer de lentes obscuros y seguramente la pistola entre las piernas. Infaltable bromear en el camino con sus acompañantes. Y cuando llegó a su casa, abriendo los brazos y posiblemente dejando un escapar “…y ahora, ¿qué tal me veo?”. Su esposa, la suegra y su madre se quedaron admiradas. Me las imagino llevándose las dos manos a la boca, alzando las cejas y abriendo más los ojos. Azoradas. Y repuestas de la impresión tal vez soltaron lo primero que se les ocurrió: “¡Ramón! ¡Qué facha! ¡Ahora sí nadie te va a conocer!”.
Aquel 14 de septiembre de 1995 fue la primera ocasión cuando Ramón Arellano Félix se dejó ver en público y transformado. Lo hizo a propósito. Al otro día se iría con todos los familiares, amigos y pistoleros a Las Vegas. Fue al box. Quería ver la pelea de su amigo Julio César Chávez. Le llamó la atención como a muchos aficionados. Era la número 100 del campeón y su cuate del alma. Las carteleras resaltaban por todos lados. Pelearía contra el africano David Kamou. JC estaba en sus mejores tiempos. El negrito le resultó de acero y no lo pudo tumbar, pero le ganó la decisión. Ramón Arellano fue uno de los miles aficionados que retacaron el gimnasio del hotel y casino The Mirage.
Naturalmente, le puso muchos billetes en apuesta y aunque no se le multiplicaron, sí un poquito. Ocupó una localidad de primera fila. También sus acompañantes. Debió visitar al campeón en los vestidores y luego la festejarían. Pero Ramón no se ancló en un hotel conocido. Llegó al Del Río. Prácticamente lo rentó completo para su familia y sus guardaespaldas. Todo mundo estuvo alegre.
En aquel entonces Ramón todavía no se metía a la tormentosa baja de peso. Pesaba 120 kilos. Su piel blanca. Los ojos negros. Los párpados tirándole a cerrarse ligeramente. La nariz recta y fosas regulares. La boca chica y los labios delgados. No se cambió ni esa vez ni en otras el resto de la cara. Redonda. Entre chacoteos se compró unos lentes. De esos que simulan ser fondo de botella y así anduvo en Las Vegas y luego de vez en cuando. Lo único que no podía cambiarse era la voz. Delgada y con acento muy de Culiacán. Desde chamaco le encantaba usar cachucha beisbolera y también se compró una de mucho tipo turista antes de ir a la pelea.
Esto no es una novela. Es apenas una pequeña parte de tupido documento oficial. Simplemente tomé los datos desde hace meses con base en las declaraciones de un arellanista y he tecleado según lo imagino. No tenía pensado publicarlo. Esperaba mejor ocasión. Pero ahora se presentó cuando las noticias desde Mazatlán nos atiborraron.
Ramón siempre tuvo gusto por la ropa cómoda. De allí el “short”. Cuando no hacía tanto calor, le encantaba fajarse pantalones “liváis”, gorra de béisbol y botas vaqueras. No se le caía su “cangurera” con una de las varias pistolas cachas de oro. También traía un radio. Se supone conectado a cierta frecuencia de la policía federal o algún circuito especial.
Solamente cuando había una fiesta o algo especial presumía sus camisas Versace y pantalones con mocasines italianos. Casi no le gustaba el saco.
Normalmente le acompañaba Fabián Martínez “El Tiburón” con su “cuerno de chivo” y una pistola .38. Otro hombre de confianza: Le decían o dicen “El Chalín”. Y cuando pasaba a territorio mexicano, por lo menos cuatro agentes de la Policía Judicial del Estado de Baja California lo custodiaban. Que nadie se le acercara a molestarlo.
Emilio Valdés Mainero era otro de los grandes amigos de Ramón. También Everardo “El Kitty” Páez. Allá por 1987, él se encargó de presentárselos a los Hodoyán Palacios y a otros jóvenes de familias pudientes. Fue cuando empezó a redondearse el llamado grupo de los “narco-juniors”, identificados absolutamente años después. Aquella presentación sucedió en la casa de Alfredo Brambila, en la calle Buenaventura del Fraccionamiento Chapultepec. Para esas alturas, Ramón ya tenía fama de alebrestado, de pocas palabras, violento y certero con la pistola. Al que le apuntaba lo mataba.
La desgracia persiguió a los amigos de Ramón: Emilio Valdés Mainero fue capturado por la policía de Estados Unidos cuando estaba en su apartamento de Coronado, una de las zonas consideradas del jet-set californiano. Todavía le faltan como treinta años para salir de prisión. En su sentencia no se le aceptó ni fianza ni quedar libre antes por méritos. Los hermanos Hodoyán: Uno desaparecido. Otro prisionero en “La Palma”. Everardo “El Kitty” Páez está en alguna cárcel estadounidense. Y Brambila, tres metros bajo tierra. Pero ninguno se hizo la cirugía plástica como Ramón.
Con información de EFE y AP
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